miércoles

AQUEL VIEJO, FIEL AMIGO


 
Por encima de los árboles, oscuros y verdes, eternos y siempre jóvenes, por encima de aquel cielo, azul y plata, naranja y oro que cerraba la tarde, por encima de aquel desierto sin frontera, sin límite que parecía extenderse hasta el infinito, Harry Blys, el pistolero, lloraba solo.

Es posible que las lágrimas, gruesas, furtivas, que se deslizaba por la piel dura, casi cobriza del hombre famoso de las manos rápidas, fuesen las primeras y tal vez las últimas que contemplase el sol de Tejas.

Si allá en las montañas del Colorado alguien hubiese dicho que Harry Blys, el pistolero, había llorado, es probable que le tomaran por necio, por loco o por alucinado. Si en la frontera de Méjico, si en el desierto de Arizona, si en el territorio indio de Montana, si en cualquier rincón escondido al sur del Crazy Women alguien hubiese hecho tal afirmación, es muy posible que desde aquel momento nadie tomase en lo sucesivo sus palabras en consideración.

Harry Blys, “el Matador”, el más famoso pistolero del Tejas parecía arrastrarse por el desierto, y era como si su vida, aquella alucinante existencia se le echase encima, le aplastase contra el arenoso y amarillento suelo, quitándole poco a poco, como a latidos, la respiración y dejándole quieto y vencido.

Harry Blys, “el Matador”, el más famoso pistolero de Tejas, estaba solo, desarmado y herido.

El hombre duro y rápido, el as del revólver estaba más solo que nunca y nadie, absolutamente nadie le prestó ayuda.

La leyenda del tejano solitario que anduvo sin descanso por los vastos horizontes del Oeste del Pecos, que recorrió sin tregua la vasta llanura, la salvaje pradera, la frontera infernal, parecía llegar al final, como su vida, y los hombres de Mal, que le seguían implacablemente como a un perro rabioso, estrechaban el cerco, sin compasión, a muerte. Harry Blys, “el Matador”, se arrastraba por el desierto y su vida aventurera le pesaba tanto que casi le ahogaba.

El sol parecía un ascua gigante que quemaba, que secaba la garganta y oprimía el pecho. Allí quieto, perdido en el desierto, el pistolero famoso, Harry Blys, “el Matador” volvió el rostro. Los dos hombre de Mal se acercaban lentamente, sin prisa, recreándose en el momento del encuentro que tanto habían esperado.

Había buitres en el cielo y abajo un hombre duro frente a la muerte. Desamparado, solo y herido, desarmado e indefenso, Harry Blys tornó los ojos y no vio nada.

Avanzaban unidos, lentos y terribles, bajo el sol de fuego que quemaba. Los ojos del “Matador” solo muerte vieron, y su luz metálica destelló furia, tan solo un instante.

Los ojos del Matador se tornaron fríos, cansados y tristes, y por un momento miró al mundo, allá abajo, que mudo y ajeno contemplaba la escena.

Cuenta la leyenda que cuando aquel fabuloso pistolero se vio perdido, volvió el rostro y algo brotó del desierto.

Cuando solitario, desamparado e impotente, olvidado y triste, volvió el rostro, solo encontró “aquel viejo revólver…”

El único amigo que jamás tuvo apareció en el desierto, casi a su alcance, y el hombre que hizo del él su vida corrió en su busca.

Aquel viejo, fiel amigo, que durante tantos años fue compañero inseparable, que durante tanto tiempo vivió a su lado una vida alucinada estaba allí, muy cerca, sin olvidarle, y nadie supo nunca como llegó.

Harry Blys, el hombre rápido, fue a su encuentro con aquella vertiginosa velocidad que le había dado fama. Sus manos buscaron la gran culata del viejo y pesado revólver, el que siempre llevó en su pistolera, el que recorrió mil lugares sin fallar nunca en la izquierda diabólica del “Matador”.

Aquel viejo revólver, demasiado grande, demasiado pesado, anticuado y viejo brilló fantásticamente, herido por el sol de fuego en la mano de Harry Blys.

Y cuentan que cuando las balas salieron de su cilindro, infalibles y certeras, como siempre, el sol de Tejas dejó de brillar un instante, sorprendido y confuso, y al anochecer una estrella apareció en el cielo, elevando a leyenda la vida de Harry Blys, “el Matador”:

El joven y rubio forastero parpadeó un par de veces y miró al tabernero con ojos admirados. King, sin embargo, mantenía en los labios una tenue sonrisa.

-          Pocos lo saben, amigo – continuó. - Ese viejecillo que vive solo en la cabaña del monte fue en otro tiempo el famoso Harry Blys, “el Matador”.

-          Inaudito – dijo Morg, el forastero. – Me hablaron del Matador y nunca creí cierto todo lo que me contaron de él. ¿Es posible que viva aquí, solo y olvidado, casi en la miseria?

King, tras el mostrador, hizo un ambiguo gesto con las manos.

-          Cada uno le da lo que puede – dijo- El viejo Harry lleva una vida tranquila, y tal vez sea en eso en lo que pensó a lo largo de su vida intensa de matador de hombres. Es amigo de todos, y todos le aprecian. Y ya le dije que no creo que nadie sepa que el viejo Harry fue en tiempos uno de los mejores gun-men de Tejas.

King se calló de pronto y se preguntó por qué demonios contaba todo aquello a aquel forastero, cuya juventud contrastaba con las finas manos, los revólveres “Colt” de moderna facha y las pistoleras bajísimas, atadas por correíllas y sorprendentemente engrasadas. El propio Morg le sacó de su abstracción.

-          Es curioso las vueltas, los cambios de fortuna que tiene la vida. Cuando me hablaron del “Matador” pensé que su final sería a manos de alguien más rápido que él, rodeado de todo el emporio que a punta de revólver conquistó. No me imagino a Harry Blys, “el Matador”, héroe y figura de leyenda convertido en un pobre viejo que mendiga caridad entre unas gentes que veinte años atrás hubiesen sentido espanto con su sola presencia.

King, de pronto, se sintió filósofo. Juntó las yemas de los dedos y pronunció estas palabras:

-          La vida es apostar, y Blys perdió ya su dinero. Pero lo que yo creo es que aún falta algo, el final de esa gigantesca partida.

Morg ni le oyó porque se estaba acordando de algo distinto. Preguntó:

-          Usted habló de los cuatro hombre de Mal, y sin embargo solo dos aparecieron en el desierto. ¿Qué fue de los otros dos?

King pensó que esa pregunta ya se la había hecho él con anterioridad.

-          Bueno –dijo- los hombres de Mal fueron en realidad los enemigos más encarnizados que tuvo Blys a lo largo de su vida. Le persiguieron adonde quiera que fue, le acorralaron, lucharon a muerte en varios ocasiones, y lo más extraño de todo fue que nadie supo nunca por qué.

Tomó aire para seguir y adoptó un tono confidencial:

-          Sin embargo ¿qué fue de los otros dos hombres de Mal? ¿Murieron a manos del “Matador”, o quizá de otro pistolero? No lo sé. Lo cierto es que nadie volvió a saber de ellos, aunque costase creer que abandonaran la caza de Harry Blys.

Morg chasqueó la lengua y descansó las manos sobre la impresionante artillería de los costados. Dejó de pensar en los hombres de Mal y preguntó de repente:

-          Quiero ver al “Matador”. Es preciso que le vea inmediatamente.

Sin embargo King no respondió. Estaba mirando por encima de su hombro, fijamente , y solo al cabo de un rato contestó:

-          ¿Quiere ver al “Matador”? Pues bien, ahí lo tiene.

Daba pena.

Era un anciano, una sombra de lo que fue embutido en la sucia camisa, el pantalón roto y las viejas botas.

Andaba despacio, torpe, algo encorvado y saludaba aquí y allá, con la mano, aquella mano izquierda que fuera rápida como el pensamiento y certera como la misma muerte.

Aquel pobre viejo, olvidado y sin esperanzas, encorvado y mísero que saludaba mano en alto a los que pasaban, era, o fue, Harry Blys “el Matador”. Aquel pobre viejo que nada podía pedir ya a la vida, que a nada podía aspirar, era el mismo hombre que tuvo todo a su alcance, que vivió más que nadie y más rápido.

Cuando el tibio sol arrancó a su blanca cabellera un reflejo plateado, el forastero rubio sintió algo indefinible, una emoción oculta que le dominó por un instante.

Las palabras de King le sonaban otra vez y siguió mirando y siguiendo el vacilante andar del viejo, sus pasos cansados y torpes, que levantaban polvo en su continuo arrastrar.

Morg, el forastero, el tipo cuyo aspecto se asemejaba demasiado a un vividor del gatillo se quedó estático y absorto. Pensó mucho en poco tiempo pero no dijo nada. King, casi ajeno, limpiaba los vasos y no miraba. Era el viejo Harry, un viejo como tanto otros. Con historia que a nadie interesaba.

Se había hecho un silencio sorprendente. La calle, poco a poco, como al influjo del anochecer cargado de aromas se había despejado y las sombras comenzaban a cerrar el cielo, lentamente, inundando el ambiente y anunciando la noche.

El silencio, sin embargo, parecía más material, y en realidad lo era.

A la luz débil de aquel sol casi oculto, aquel sol que perfilaba las nubes con una cinta de oro, dos hombres iguales de alargadas sombras se recortaron al final de la calle.

Los ciudadanos de aquel lugar se preciaban de conocer a las personas desde el primer instante y era tal vez aquello lo que instintivamente había hecho aparecer el repentino silencio.

La calle, corta y ancha, polvorienta y blanca, dibujó la estampa casi pétrea de aquellos dos hombres iguales, de edad indefinible y rostro inexpresivo.

Bastó su sola presencia para que la calzada quedase desierta y el silencio, hosco y duro, arrancase temor de la garganta de cualquier ciudadano.

Morg, el forastero, achicó los ojos y miró desconcertado la aparición de aquellos dos hombres iguales.

Eran dos pistoleros, pero no fue eso lo que más llamó su atención.

A su espalda, la voz ahogada de King le estremeció, y sus palabras parecieron herirle:

-          ¡Los hombres de Mal¡ - exclamó – los hombres de Mal en el pueblo…

Hacía calor pero un viento cada vez más fuerte se hacía notar. En aquellos momentos nadie sentía ese soplo, nadie aguantaba cara al viento la mirada durísima de aquellos dos hombres iguales.

Con una sola excepción:

Un pobre viejo.

Estaba allí, sobre el polvo, tembloroso de manos y nublados los ojos. Permanecía estático, frío y silencioso, solo y firme, mirando a sus dos enemigos, quizá con fuerza.

Un pobre viejo, solo y triste, acabado y vencido, un pobre viejo delante de la muerte.

Los hombres de Mal avanzaban lentamente, sin prisa, recreándose en el momento del encuentro que tanto habían esperado.

Había buitres en el cielo y abajo un hombre duro frente a la muerte.

Nadie salió en defensa del viejo, nadie expuso su vida por salvar a aquel hombre ignorado.

Nadie luchó, como nadie lo hizo nunca, a favor de Harry Blys, “el Matador”.

Como toda su vida, como una existencia alucinada jugando a morir sin perder nunca, aquel pistolero acabado se encontró solo, tornó los ojos y no vio nada. Esos ojos, fríos y cansados y tristes que miraron al mundo, ajeno allá abajo, y solo olvido encontraron.

¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué leyenda se realizó ante la mirada incrédula de aquel pueblo expectante? Se vio perdido y nadie le escuchó. Y cuando cansado, triste y viejo volvió el rostro, solo encontró… “aquel viejo fiel amigo…”

Aquel viejo revólver, pesado y grande, aquel viejo revólver que siempre llevó en su pistolera, el mismo que causó sensación en la izquierda diabólica del “Matador”.

El único amigo de su vida le esperó un instante, y Harry Blys, el hombre duro, corrió en su busca. Su mano izquierda rozó la negra culata, su mano famosa llegó a acariciar el nácar que hizo delirio veinte años atrás.

Pero ya no fue “el Matador” quien actuaba. Ya no fue el pistolero más rápido de todo Tejas.

Las balas se le clavaron en el pecho, en el vientre, le acribillaron en un instante bañando en roja sangre aquel cuerpo envejecido. Sintió el frío de la muerte, muy cerca, helándole el alma, y agarró, con más fuerza que nunca, su viejo revólver.

x   x   x

Desde entonces, King, el tabernero, cuenta a todo el que llega la historia fabulosa de Harry Blys, “el Matador”. Él se quedó con su revólver, y siempre lo enseña con orgullo a quien oye sus historias.

Aquel viejo revólver demasiado grande, anticuado y pesado. Aquel viejo revólver que ya nunca más volvió a disparar, que murió con su dueño, o que soñaba, que muy solo recordaba cuando fue sensación, delirio y muerte en la mano diabólica del “Matador”.

FIN